Hoy he tenido otro de esos feos encontronazos con las compañías aéreas, otro motivo para preferir viajar en tren siempre que sea posible (¡que además es más ecológico!). Los lectores más veteranos de este blog, ya de por sí veterano, quizá recuerdan aquella vez que tuvimos problemas con Air Europa en un concierto de
Russian Red. En aquella ocasión -puedes leerlo
aquí- parecía que Air Europa era la peor compañía posible para los músicos que viajan con instrumentos.
Con el tiempo he aprendido que Ryan Air, Sleazy Jet y, sobre todo, Vueling pueden ser mucho peores.
Hoy, Vueling ha impedido a
Shannon Wright subirse al avión con su guitarra (pequeña, en funda blanda), obligándola a comprar un billete París-Mallorca ¡de ida y vuelta! para el instrumento. 500$ le ha costado la broma.
Este desagradable incidente me ha recordado aquella vez que me bajé de una aeronave de Vueling con
Howe Gelb, precisamente por el mismo motivo. Es algo que hace tiempo pensé en contar aquí, pero nunca he tenido el tiempo o la inclinación para hacerlo. Hoy he tenido una larga charla telefónica con Howe, así que he pensado que el destino quería que finalmente atase ambos cabos y dedicase un rato a esto.
Es una historia larga, tanto que habrá que separarla por capítulos. Pónganse cómodos.
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Fue en diciembre de 2008, poco después de ese otro incidente con Air Europa.
Giant Sand acababan de tocar en el Fòrum de Barcelona, formando parte del cartel del festival Primavera Club, y viajábamos a Madrid para el segundo concierto, esa noche en Joy Eslava.
Éramos ocho personas viajando, cargados con maletas e instrumentos. Facturamos lo facturable y nos llevamos con nosotros la guitarra de Howe (una Gibson del 53) y algunas bolsas de mano. Nos pusimos cerca del principio de la cola de entrada al avión, para poder colocar la guitarra cuanto antes y molestar lo menos posible. Éramos ocho y nos sentábamos juntos, así que prácticamente nos correspondían dos compartimentos de equipaje en la cabina y podíamos organizarlo todo para colocarlo sin problema.
Pero no fue así, claro. Cuando varios de nosotros ya estábamos bloqueando esos dos compartimentos y con nuestras maletas colocadas, una azafata con exceso de celo paró a Howe y le dijo que tenía que bajar la guitarra a la bodega. Howe dijo que eso no era posible, que esa guitarra era su medio de vida y que la presión de la altura la podía estropear para siempre, pero la azafata se mostró inflexible. Dijo que, en todo caso, debíamos esperar a que el resto del pasaje colocase sus bolsas antes de intentar colocar nuestra guitarra.
Me acerqué a hablar con ella y le expliqué que podíamos ocupar dos compartimentos, y que si esperábamos a que el resto del pasaje colocase todo su equipaje, entonces no habría hueco libre para la guitarra (por sus dimensiones, un estuche de guitarra ocupa el sitio de dos maletas), mientras que si colocamos primero la guitarra, luego el resto de maletas se pueden ir acomodando en huecos más pequeños.
No sirvió de nada. La azafata seguía en sus trece, insensible a las explicaciones de Howe y a las mías. Para cuando estaba todo el mundo sentado, Howe seguía discutiendo con ella. Viéndolas venir, fui por el pasillo a avisar a los músicos: "si nos bajamos del avión, no os dejéis mi maleta". "No hombre, ya verás cómo no hace falta que os bajéis", dijeron.
Volví adonde Howe estaba sacando ya de quicio a la azafata. Hablé con ella manteniendo la calma, y le dije que ya estábamos retrasando el vuelo. Todo el mundo nos miraba con impaciencia, sentado en sus asientos, esperando que aquellos músicos con abundante vello facial llegaran a alguna conclusión con la tripulación. Mientras yo hablaba con la azafata, Howe se acercó al compartimento más cercano y empezó a mover alguna maleta para ver si podía hacer un poco de sitio: la pasajera que estaba inmediatamente debajo le espetó "¡no toques mi maleta!". Se ve que no podía soportar la idea de tener su maleta unos metros más lejos de su asiento.
A medida que iba aumentando la tensión en cabina, la azafata empezó a decirnos que o nos sentábamos y dejábamos la guitarra en bodega, o nos bajábamos del avión. Intenté hacerle entrar en razón. Le expliqué que ya estábamos retrasando el vuelo, pero que si nos bajábamos lo íbamos a retrasar todavía más, porque iban a tener que buscar nuestro equipaje en la bodega y sacarlo de nuevo, lo que podía retrasar el despegue al menos veinte minutos más. Mientras hablaba esto con la azafata, Howe ya estaba fuera del avión, enfadadísimo, esperando en el pasillo del
finger de entrada. Lo último que recuerdo de ese momento es que la azafata me dijo "o se va usted con él, o se sienta", y salí de un salto. La puerta del avión se cerró tras de mí, y en un segundo nos encontramos en un
finger que se tambaleaba suspendido en el aire, sin sujeción al avión. Corrimos de vuelta hacia la puerta de embarque, riendo de puro nerviosismo.
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Fuimos a información, cagándonos en Vueling, para que nos dijeran dónde podíamos recoger el equipaje que nos iban a devolver. Pero antes, desde los grandes ventanales del aeropuerto del Prat, nos paramos a ver el avión. Desde allí, mientras hablábamos por teléfono con el grupo y organizábamos un poco aquel desaguisado ("vosotros vais adelantando la prueba de sonido, nosotros llegaremos en un momento u otro, no os preocupéis"), podíamos ver la rampa por la que iban a bajar las maletas que nos tocarían de entre todo el equipaje que habíamos facturado. Howe y yo bromeábamos con una sola cosa: "que no nos toque la maleta del
merchandising, por favor", decíamos. Bajó una maleta de ropa, bajó la funda de la
steel guitar de Anders... y cayó la ballena blanca, una maleta gigante, repleta de discos y de camisetas, con las ruedas rotas, el forro descosido y las asas en mal estado. Nos iba a tocar cargar con la puta maleta del merchandising.
Mientras íbamos bajando a buscar las maletas, maldiciendo nuestra mala suerte, miré en el teléfono los horarios de los trenes a Madrid. "Hay un AVE dentro de una hora, tomémoslo con calma y aún llegaremos a tiempo al final de la prueba", le dije a Howe. Cogimos un taxi y, una vez en la estación de Sants, él decidió que íbamos a viajar en Preferente. "Ya que nos han puteado, por lo menos viajaremos cómodos para llegar a gusto y de buen humor a Madrid, así no nos estropearán también el concierto", dijo. Pagamos los billetes en efectivo, con el dinero del merchandising de la noche anterior, y por un error del momento, las prisas y los nervios, acabamos comprándolos en Clase Club en lugar de Preferente. A todo trapo. Doscientos euros cada uno, más o menos.
Después paramos en la tienda del Barça. El hijo de Howe es forofo del Barça (es otra larga historia), y Howe aprovechó para comprarle un balón del equipo y algunos regalos para él y para sus compañeros de equipo en Tucson, que juegan con equipamiento
blaugrana.
Llegó la hora de subir al tren, y al pasar el control preguntamos al personal de Renfe: "¿el coche 1, por favor?". "Es aquél del fondo... pero es Clase Club". "Sí, lo sabemos, gracias". Debíamos de hacer una extraña pareja: los dos sin afeitar, con el sombrero y las patillas; cargados hasta los topes, arrastrando aquella maleta imposible que se resistía a avanzar, con una pelota de fútbol bajo el brazo y una guitarra en la mano. Debíamos de hacer una extraña pareja, ciertamente, porque cuando llegamos al coche 1 la azafata de Renfe nos miró de arriba a abajo y me dijo "este es el coche 1, caballero". Nosotros también la miramos de arriba a abajo, le contestamos "sí, lo sabemos", y entramos hacia el vagón con aplomo y decisión.
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Dentro del vagón, todo fue como una seda. Una vez hubieron comprobado que nuestros billetes eran válidos, las azafatas de Clase Club nos adoptaron como mascotas. Yo creo que nos dedicaban más atenciones que a los pocos ejecutivos con quienes compartíamos vagón, pero lo hacían sin hacerse pesadas en ningún momento. El viaje fue un placer de principio a fin. Se viaja bien, en Clase Club. Ahora les traemos un café, ahora una copa de cava. La comida -deliciosa-, "¿un poco más de vino, caballero?". Una copa de licor y luego otro café, con leche por favor; y mientras tanto Howe y yo nos íbamos relajando, contándonos historias, disfrutando del paisaje. Era en pleno invierno, mediados de diciembre, y al dejar atrás Zaragoza todo alrededor estaba nevado como en un cuento de Navidad. El paisaje era precioso, blanquísimo, con esa belleza invernal que se aprecia mejor si la ves a través de las ventanas, protegido por la calefacción.
Las azafatas nos dejaron incluso entrar en lo que vendría a ser la locomotora (¿cómo se llama ahora eso? ¿la cabina del conductor?): el tren iba tan rápido que los postes de electricidad se doblaban a nuestro paso, mientras corría velocísimo hacia un horizonte blanco que no parecía tener fin.
Nos enfrascamos en largas conversaciones: disfrutamos pasando tiempo juntos, hablando y contándonos historias. Fue el motivo principal por el que empezamos a trabajar juntos hace ya casi diez años, y lo disfrutamos ahora casi más que entonces. Estábamos en mitad de una de esas conversaciones cuando el tren se paró. Al principio no nos preocupó demasiado, a pesar de que estábamos rodeados de nieve por todas partes. Uno piensa que esas cosas ya están previstas y controladas por la tecnología moderna, y además ya estábamos casi a las puertas de Madrid. Pero, al cabo de un rato, empecé a mirar el reloj con el rabillo del ojo. ¿Llegaríamos a tiempo a la prueba?
Howe se dio cuenta de mi inquietud, así que dejé de disimular y llamé al técnico de sonido para avisarle: "oye, que igual llegamos directamente al concierto, o incluso hay que retrasarlo un poco", le dije. "Por ahora no avises a nadie, id avanzando con la prueba de sonido y, si veo que es seguro que llegamos tarde, te aviso de nuevo". Recuerdo que le dije a Howe, "todavía tenemos media hora para ir bien; si en media hora seguimos aquí, tenemos un problema". Tenemos como premisa, tanto él como yo, que no vale la pena preocuparse más de la cuenta cuando no hay nada que esté en tu mano para solucionarlo, así que nos dispusimos a relajarnos de nuevo y disfrutar, al menos, de esa media hora antes de tener que llamar a todo el mundo e incluso, quién sabe, tener que cancelar el concierto. Malditas regulaciones de Vueling y maldita falta de cintura de su azafata.
Pero fue decir esto y, poco a poco, como desperezándose, el tren fue poniéndose en marcha. No llegaba nunca a coger velocidad, pero íbamos avanzando. Como decía, ya estábamos casi entrando en Madrid, así que esa media hora que nos quedaba parecía tiempo suficiente para llegar, coger un taxi y aparecer a tiempo para el concierto. Le iba comentando estas cosas a Howe, diciéndole que una vez en Atocha teníamos que ser muy rápidos para salir del tren y coger el taxi a la sala, cuando me interrumpió una voz por megafonía.
"Calla", le dije, "esto nos interesa". La voz metálica decía que, debido al compromiso de puntualidad de Renfe con los pasajeros del AVE, y debido al retraso de más de media hora en el trayecto, la compañía iba a devolver el importe íntegro de los billetes a todos los pasajeros. ¡El importe íntegro!
Howe y yo, cómodamente sentados en nuestros asientos de Clase Club, pedimos dos copas de cava a nuestras simpáticas azafatas, nos recostamos y, sonriendo como niños a punto de estallar en carcajadas, brindamos por Vueling Airlines.