Hoy es uno de esos días en que a uno le preguntan -sobre todo en las redacciones, donde la anécdota es el combustible que mueve la rueda del conocimiento- dónde estaba hace cinco años.
Yo aquí suelo escribir sobre música pero, como mi 11 de septiembre de 2001 tuvo su trasfondo musical, puedo contarlo y unirme a los cientos de miles de bloggers que piensan que su historia es más interesante que las del resto de la humanidad y que a alguien le interesará leerla. Ya me contaréis, si os apetece.
El 11 de septiembre de 2001, a la hora H, servidor estaba en Donosti comiendo con los chicos de
Audience. Que, por cierto -y aprovecho para subir alguna información útil-, tienen nuevo disco grabado y listo para editar en los próximos meses. Durante la comida, alguien comentó que habían dicho por la radio que una avioneta se había estrellado contra un edificio en Nueva York. Creo que incluso dijeron que había sido contra el Empire State.
Cuando
Gaizka y
Hannot me dejaron en el aeropuerto, me llamó mi madre y me contó un poco más sobre la que había liado Al Qaeda. Me dijo que lo habían dado en directo por el telediario, como si hubiera sido una maniobra perfectamente orquestada para llegar al máximo número de gente en tiempo real (el sueño húmedo de un terrorista), y se preocupó, lógicamente, al saber que yo estaba a punto de coger un avión.
Ese fin de semana había pinchado en Etxekalte, y llevaba mi maleta de discos: un flightcase con capacidad para ochenta discos, una de esas maletas de DJ grandes, cuadradas y con remaches de acero en las esquinas. Una de esas esquinas está abollada por los malos tratos de algún maletero anterior, así que cuando había ocasión trataba de colarla en cabina, que nadie va a cuidar de mis discos mejor que yo.
No sé si habéis pasado alguna vez una maleta repleta de vinilos por el control de equipajes: no se ve absolutamente nada. Todo negro, negrísimo. Ahí estaba yo, con una caja que pesaba más de veinte kilos, cuyo contenido era una masa negra, compacta e indistinguible, dispuesto a subirme a un avión minutos después de que se desplomara la segunda torre. El guardia civil me preguntó:
¿qué lleva en la caja?; y yo respondí:
discos de vinilo. Y seguí impasible mi camino hacia la puerta de embarque.
Una vez en Palma, me dispuse a asistir al concierto de
Manu Chao en la plaza de toros, sin pasar por la casilla de salida. Dejé las maletas en el coche de un amigo, y nos fuimos directos al concierto. Recuerdo cómo, aquella noche, Manu Chao se mostró más humano que nunca, al no atreverse a decir nada sobre los acontecimientos del día ante un público cuya inmensa mayoría esperaba su veredicto, como el dictado del gurú del mundo alternativo que él nunca quiso ser.
No dijo nada, hizo su concierto y, al acabar, nos marchamos todos a casa, a poner la tele y a ver repetidas, una y otra vez, desde todos los ángulos posibles, las imágenes que cambiaron el mundo.