CANÇONS D'AMOR I DROGA
Ayer vi en el Teatre d'Artà el nuevo espectáculo de Albert Pla, una impactante mezcla de música, teatro y poesía. Había escuchado el disco un par de veces con anterioridad. Me gustaba por momentos (esas inquietantes nanas especialidad de la casa), pero me parecía irregular y la producción no era precisamente brillante (la vulgaridad de esa distorsión barata, o de partes de las bases electrónicas).
Pero el espectáculo teatral le da sentido por completo a todo el concepto del disco, y lo convierte en un monumento: a la obra de Pepe Sales, por supuesto, pero sobre todo a su vida y, por ende, a la vida de tantísima gente que va, como decía Lou Reed en boca de Pla, "por el lado salvaje de la vida". Ayer por la noche comentaba con Alberto que esto es lo que harían The Velvet Underground si se formasen ahora en Catalunya: creación radical, arte peligroso, sexo chungo y drogas duras.
La obra -y el disco- comienza con la alegría de vivir de quien descubre y disfruta la libertad moral del homosexual y la liberación personal que permiten las drogas. Te ríes con él, con sus ocurrencias, sus gestos y sus irreverencias. Al poco, el sexo se va convirtiendo en una adicción más, que deja un poso de insatisfacción que ya nada parece poder remediar. Y girar la vista hacia las drogas tampoco sirve, porque lo que antes te hacía estar mejor, ahora sólo sirve para no estar mal.
El espectáculo avanza a la vez que se desarrolla el descenso a los infiernos, la humillación diaria del yonqui callejero, maltratado y maltratador, la profunda tristeza de quien no es feliz con lo que tiene, pero que al mismo tiempo reconoce su incapacidad y su nula voluntad para cambiar lo que se avecina. El fin se asume como inevitable, pero por lo menos que no duela. Y eso, a cualquier precio.
Supongo que este tránsito de dolor puede ser más intenso para quienes lo hemos vivido de cerca, para quienes hemos perdido a gente cercana o hemos visto en persona cómo se derrumba una persona, sus valores y sus afectos, cuando una sola idea ocupa su cabeza: el próximo pico, cuanto antes. Pero hay escenas tan duras que no hace falta haberlas visto de cerca para que pongan la piel de gallina.
En el disco, la distancia permite graduar esa intensidad, pero una escucha atenta mantiene la tensión, sobre todo si continúan impregnadas en la retina las imágenes de Pla desencajado, tembloroso, irascible, tierno, desvalido, víctima y agresor. La aportación de Judith Farrés (desnuda durante toda la obra; ¿y qué?) es capital: sus arreglos electrónicos realzan los pasajes más intensos, y también los más íntimos, y sus frágiles segundas voces convierten a Albert Pla en una especie de Serge Gainsbourg -aún más- pasado de vueltas.
En resumen, un espectáculo magnífico, que cambia por completo la percepción de un disco que ayer estaba bien, y que hoy me tiene completamente enganchado, al que seguro que volveré muchísimas veces.
Por último, me encanta la capacidad de Albert Pla para ir absolutamente a su bola, descolocando y provocando continuamente a muchos que pueden escogerle como abanderado de algo que él no ha reclamado (algo parecido ocurre con Manu Chao, o con Bob Marley): se ríe de los españoles, pero también de los indepentistas catalanes; de los folkies, de los rockeros y de los clubbers; de los crusties y de los pijos; de los atrevidos y de los mojigatos. El sigue su camino, pese a quien pese. Un camino que le lleva a ser uno de los creadores más puros, arriesgados, radicales y originales de este país. Un grande.
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