miércoles, julio 13, 2011

La entrada anterior la escribí mientras leía, absolutamente fascinado, el último libro de José Carlos Llop: “En la ciudad sumergida” es un libro sobre Palma, mi ciudad natal y también la del autor. En las últimas navidades me encontré con José Carlos en la librería Literanta. Yo iba precisamente a comprar su libro, que había hojeado el verano anterior en la casa de mi madre en el Port d’Andratx, y en esa librería que se ha convertido en uno de mis sitios preferidos de Palma me reencontré con una persona que, a la larga, ha tenido una influencia capital en mi vida. No sólo porque he leído una gran parte de su producción literaria, siempre con gran placer; sino por algo mucho más prosaico, valga la redundancia: él fue quien, teniendo yo dieciocho años, me abrió las puertas del suplemento de cultura del Diario de Mallorca para empezar allí mis colaboraciones periodísticas, espoleando una carrera que, a día de hoy, aún colea.
Recuerdo que, en aquel primer encuentro en su despacho de la biblioteca de la Misericòrdia (entonces yo aún acudía varios días por semana a ese mismo edificio, pero a las plantas superiores, donde estaba el Conservatorio de Música), Llop me dijo que mi determinación y mi apasionamiento le recordaban a él mismo cuando tenía mi edad. Leyendo su libro –unas memorias que no lo son, un ensayo que bordea los límites de la autobiografía describiendo lo que le ha rodeado, cómo Palma y los personajes que la habitan o la visitan han servido de decorado en algunos momentos de su vida-, yo también he pensado que sí, que más de un pasaje estaba hablando de mí mismo y de mi relación con la ciudad, de la casa de mis abuelos, de mi tía Juana y de mi tío Manuel, de los bares de marines de la calle Apuntadores y las casas modernistas del Terreno...
No hablo ya de casualidades –ésas que tanto me gusta coleccionar-, como que hacia el final del libro mencione de pasada a Ira Silverberg, amigo íntimo de Damon Krukowski y Naomi Yang, con quien compartí cena y deliciosa charla en un bar frente a la Lonja, después de un concierto en la cripta de Sant Llorenç; sino de sentimientos (o presentimientos) que comparto, con los que me he sentido identificado y que creo que muchos mallorquines también compartirán. No sé si son estos mismos mallorquines quienes han hecho que el libro llegue a su octava edición, probablemente no, pero deberían serlo.
En nuestro breve reencuentro navideño, después de veinte años, Llop me preguntó qué había sido de mi vida en este tiempo. Fui breve –no tenía sentido extenderse ante una pregunta de cortesía-, pero debí dejar caer que, después de años de vida nómada, a veces echaba de menos quedarme definitivamente en el mismo lugar. Con una cercanía que sigo agradeciendo meses después (y creo que lo haré por muchos años), me dijo: “No vuelvas. Es mejor añorar que soportar”.
Él decidió quedarse, y este libro es el resultado de su decisión. Aunque quizá hubiese escrito uno parecido de haber decidido marchar. Uno nunca se libra de su ciudad natal, menos aún si está en una isla. Los que me conocéis (creo que sólo entráis aquí los que me conocéis, por eso empecé este blog y por eso sigo) quizá me habéis oído explicar esa teoría de que las islas tienen una fuerza de gravedad propia, un magnetismo que te reclama para que vuelvas, aunque sea para volver a partir. Como decía Jack en la tercera o cuarta temporada de “Perdidos”: “we gotta go back to the island”.
José Carlos Llop lo explica, de manera más literaria, en el siguiente pasaje de “En la ciudad sumergida”:
“Hay un peso metafísico en el hecho de ser insular, pues una isla ya es, de por sí, un destino. En ese destino se oculta el peso del que hablo, más parecido al pecado o a la culpa que a otra cosa. Unos llevan este peso con escepticismo y otros con cinismo. Los primeros hacen uso de la ironía, los segundos del sarcasmo. Otros actúan como si no existiera. Todo depende de la manera de vivir esa condena sobre la que no se habla, más allá de sus síntomas más evidentes: la necesidad de irse, la parálisis ante el viaje, la voluntad de regreso, el lenguaje del mar, que es inaprehensible... (...) Este peso metafísico, que une y separa con silente y maliciosa complicidad (a los insulares nos basta con mirarnos), tiene una metáfora cercana en los caparazones de las tortugas que habitan las islas Galápagos. En el gran peso de esos caparazones –que son, también, coraza- y en la mirada de quienes lo soportan. Como una defensa que es condena; como una condena que es defensa. En fin, como ser insular. Quizá una isla, por mucha belleza que contenga y muestre, sea uno de los escenarios posibles del purgatorio. De ahí que unos la abandonen y otros se refugien en ella. De ahí que unos sientan la irrefrenable necesidad de marchar y otros la fatídica gravedad de quedarse. Joyce frente a Yeats, por ejemplo. Y ni unos ni otros saben vivir su destierro elegido, o su pena quieta, de forma plena. Como si les faltara la otra parte: a los que se van, la de los que se han quedado; a los que se quedan, la de los que se han ido. Lo que desemboca en un sentimiento de jibarización compartida al quedarse y en una enfermiza aspiración de engrandecimiento al irse. La primera se camufla tras la creencia en que el mundo que importa es sólo la isla; la segunda, en que el mundo que importa es sólo uno mismo. Pero en la cara oculta de ambas visiones está la parte del otro como una falta inextinguible. ¿Y si...? Tal enigma sólo lo soluciona la muerte”.

lunes, julio 11, 2011

La vida transcurre en espiral. Sus círculos se alejan para, tarde o temprano, encontrarse de nuevo. Descifrar esas conexiones, identificar esos nuevos encuentros, es una de las cosas que más placer intelectual me producen. Cuando pasa eso, tengo que dejar de hacer lo que sea que me ocupe y me paro a disfrutar de ese momento.
La semana pasada estuve viendo a los High Llamas en el Teatro Lara de Madrid. El sonido era impecable, prístino. Si cerrabas los ojos, parecía que estuvieses escuchando un disco. Pero era mucho mejor mantenerlos bien abiertos para gozar de la visión de esos señores de mediana edad, concentrados en mantener la tensión justa, la precisión necesaria para que las canciones sonasen exactamente como tienen que sonar. Me pasó lo mismo hace poco con Ron Sexsmith, o con los músicos que acompañan a Matt Ward y a Zooey Deschanel en She & Him: me encanta ver a gente mayor tocando canciones de pop atemporal.
Mientras veía a Sean O’Hagan homenajear a los Beach Boys, por la vía de la bossanova y el filtro de Van Dyke Parks, recordé la primera vez que vi a los High Llamas en directo: fue en 1994, en Londres. Entonces yo vivía allí, y fui con mi amigo Jaime para ver al grupo principal de la noche (los High Llamas eran teloneros), el que era entonces uno de mis grupos preferidos y al que llevaba años deseando ver. Aquel cabeza de cartel era Giant Sand, y si me conoces o has leído este blog desde hace años, sabes que ese grupo acabaría cambiándome la vida.
Meses después volví a casa. Jaime también regresó, enamorado de la que aún es su esposa. Yo traté sin éxito y sin muchas ganas de acabar la carrera y, al poco tiempo, recibí una llamada de Luis Calvo, que enseguida sería mi jefe en Elefant Records: iban a organizar un festival en Benicàssim y, si quería, podía ir a trabajar ese verano.
Aquel doble concierto de Giant Sand y High Llamas fue en una sala mítica de Londres, alejada del centro. Su nombre era The Mean Fiddler. Luego se vendió, con el resto de salas y festivales pertenecientes al emporio del mismo nombre, pero en 1994 The Mean Fiddler pertenecía a Vince Power. Quince años después, Vince compró el festival de Benicàssim y se convirtió en mi nuevo empleador.
El miércoles, viendo a los High Llamas, pensé que no se había cerrado un círculo, sino tres a la vez, y esa idea me hizo sonreír.

miércoles, julio 06, 2011

El otro día, la gente de Hipersónica me pidió una opinión sobre la SGAE. En un hueco en estos días de jornada intensiva (de intensidad, no de horario recortado) escribí el texto que han publicado hoy.
Como parte del debate se ha trasladado a twitter, donde es difícil discutir algo más que eslóganes y textos para pancartas, lo copio aquí por si a alguien le apetece profundizar en el tema o rebatir algún argumento en el que me haya equivocado.



Joan Vich es músico (actualmente en Single y Jonston), co-director de la discográfica Primeros Pasitos y promotor musical, con un roster que cuenta a músicos y grupos como Howe Gelb, Mark Eitzel, Cohete, Robyn Hitchcock o Herman Dune, entre otros. También es periodista (Público, El Mundo-Baleares, IB3 Ràdio) y trabaja en el FIB desde 1995.


Me llamo Joan y soy socio afiliado a SGAE desde el año 1993, creo.

Soy uno de esos 88.000 socios sin ningún derecho, sin voz ni voto, que sólo servimos para justificar el volumen de supuesto apoyo de “los creadores” que tiene la empresa para actuar como lobby en las altas instancias (algo parecido a lo que hace la iglesia católica con los bautizados, aunque luego no practiquen ni crean en nada).

En su momento, me hice socio de SGAE porque era imprescindible para poder cobrar los derechos que generaban las canciones en las que participé como autor ese año, los anteriores y los inmediatamente posteriores. El detalle es importante: era imprescindible. La discográfica estaba obligada a pagar los derechos fonomecánicos a SGAE (bajo amenaza de multas considerables), y a su vez, para recuperar algo de ese gasto, hacía que sus grupos registrasen las canciones para poder reclamar esos derechos editoriales.

Es un hecho que en España, si haces música popular, estás obligado a ser socio de SGAE. Claro que puedes renunciar a ello y luchar por otra manera de hacer las cosas, pero hay algo que hasta hoy nadie ha solucionado: seas o no seas socio, la SGAE va a recaudar en tu nombre, va a cobrar por ti, con el respaldo del Gobierno y de la Policía. Y ya que cobran en tu nombre, por lo menos siendo socio puedes reclamar que te paguen lo que han cobrado por ti. Para eso, tienes que ser socio.

Muchas veces, esa función de cobrar por ti es incluso contra tu voluntad (¿lo primero, el autor? ¡Ja!): si tocas en el bar de un amigo, o en un local que sabes que lo pasa mal pero, a pesar de todo, sigue programando conciertos, no puedes renunciar a tu derecho para no perjudicarles. La SGAE intentará recaudar igualmente, insensible e implacable. El romanticismo no existe para ellos.

Y, como no eres un autor que genera mucho dinero (en la SGAE sólo funciona el “tanto tienes, tanto vales”), no tienes derecho a cambiar nada de ese funcionamiento perverso de la empresa: no puedes votar, no eres nadie y no pintas nada para los pocos cientos que finalmente deciden, hacen y deshacen. Entre ellos, tienen mucho peso los editores: ¿dónde se ha visto que patronos y empleados luchen por los mismos derechos? ¿Cómo puede ser que una veintena de editores, cuyos intereses son naturalmente contrapuestos o por lo menos parasitarios de los intereses de los autores, tengan más voz y más voto que esos mismos autores a los que se dice representar?

Los casos de surrealismo recaudatorio se cuentan por miles. Yo he vivido en carne propia muchos de ellos: amenazas más o menos veladas, reclamaciones desorbitadas, coacciones, continuo desprecio a la presunción de inocencia, desplazamiento de la carga de la prueba a la parte acusada…

La SGAE, en su forma actual y desde la presidencia eterna de Teddy Bautista, que es la que he conocido, es un monstruo que pedía a gritos una intervención gubernamental. Ha tenido que ser el poder judicial el que ponga cartas en el asunto, porque los distintos ministerios de cultura de las últimas décadas (y no miro sólo a Ángeles González-Sinde, sino a César Antonio Molina, Carmen Calvo, Mariano Rajoy, Esperanza Aguirre, Carmen Alborch…) han tutelado, permitido y apoyado este estado pervertido de las cosas.

Pero, ojo, lo anterior es una crítica constructiva y desde dentro. Insisto: sigo siendo socio, no he renunciado a mis derechos.

Estoy completamente en desacuerdo con esos iluminados que exigen la desaparición de la SGAE y la abolición de los derechos de autor: sigo siendo socio de SGAE porque creo que es importante que se respeten los derechos de autor y que quienes hacen dinero con la música de otros paguen por ello lo que es justo. Creo en el derecho moral y económico del autor, y creo que tiene que haber un organismo que lo gestione y se encargue de facilitar las vías para reclamar esos derechos y que nadie se aproveche de la parte débil. Lo que me parece fatal es que se haga como se ha venido haciendo: de manera agresiva, irregular, autoritaria, insensible, amenazante y, lo que es peor, despectiva hacia el 90% de los autores para quienes supuestamente se está trabajando.

Por eso, me alegra mucho que por fin se empiece a tirar de la manta para destapar el entramado de una junta directiva que ha despilfarrado dinero (dejemos a un lado las ilegalidades, que decidirá el juez en su caso) en proyectos carísimos e incomprensibles para la base de autores como la red de teatros Arteria, las lujosas sedes de SGAE en todas las capitales o los portales de venta por internet, desatendiendo por el camino las necesidades y las quejas de la gran mayoría de sus socios y, más allá, de la inmensa mayoría de la ciudadanía. Así, no.

Quiero una SGAE limpia, transparente, justa y democrática, que apoye a los autores sin criminalizar al público, que respete las divergencias y que escuche la voz de la calle. Y quiero un Gobierno que controle ese funcionamiento sin dejar un cheque en blanco a una camarilla que cambia los estatutos para perpetuarse en el poder.

Parafraseando el ilusionante lema del 15M: quiero una SGAE real, ya.